sábado, 13 de marzo de 2010

“Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera, y sin embargo, sucedieron así.”

Es más que probable que yo tuviera la misma edad que Daniel, El Mochuelo, cuando leí El Camino. Fue una lectura obligada de esas del colegio. Y no sólo la recuerdo, sino que aún conservo el pequeño trabajillo resumen que nos encargaron. Hecho con una letra redondilla aún por estropear, en cuadrícula y con una portada en la que había calcado y sombreado a mi gusto el rostro del autor. (Me gustaba pintar bastante más que leer).

Por aquel entonces nuestras vacaciones transcurrían en el pueblo. Y nuestro juguete más sofisticado, sin duda, era la bicicleta. Lo que de verdad nos gustaba era correr por el pueblo, disfrutar de la vida del pueblo y participar, en la medida en que nos dejaban, de las tareas del pueblo. Así que leer la historia del Mochuelo, fue identificarse y añorar durante el curso nuestras andanzas del verano.

Con los años, también dejamos de ir al pueblo de vacaciones (había que estudiar demasiado en verano). El camino que nos tocó andar, sin ser una sorpresa visto con la perspectiva de los años, se alejaba insensiblemente, más que de lo rural, de lo tranquilo. Demasiadas cosas entre manos: estudio, trabajo, familia…

Como tantos otros, tuve que irme de mi tierra por cuestiones de trabajo. Y es curioso, pero cuando ahora tengo oportunidad, no siento tanto la necesidad de volver a la ciudad en la que nací y crecí (y que sigue ahí y visito con frecuencia), sino al pueblo donde pasábamos los dos meses de verano. ¿Será, como dice mi padre, porque en el fondo todos somos de pueblo? ¿O será porque en realidad todos añoramos irremediablemente nuestra infancia?
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